
“…Cabizbajo y hundido en su propia miseria Román Blázquez, se adentro en la iglesia de San Miguel el Alto. Años de disciplinados estudios abarcando una extensa y privilegiada documentación que arrojaba fehacientes muestras del paso de los Caballeros del Temple por aquella vieja edificación, le habían impulsado a traicionar sus propios principios hasta dejar atrás su esmerado empeño de localizar en la actualidad los pasos de los seguidores del Gran Maestre.
Allí, frente a la pulida piedra negra de su particular pila bautismal, flexionó sus rodillas dispuesto a rezar por todos aquellos a los que había traicionado. Jamás debió albergar la esperanza de convertirse en uno de ellos, pero fue tanta su ambición que desgraciadamente no supo acallar lo acontecido entre aquellos muros tan solo unos meses atrás.
Había terminado de repasar los datos de unos de los manuscritos del maestro Kyot. En el que se aseguraba sutilmente que aquella pila de cristianar en forma de cáliz, representaba fidedignamente al Santo Grial. En su borde aparecía inscrita la Cruz del temple y su pie reposaba sobre una figura octogonal compuesta por losas del mismo color negro. Sumergido en aquella epopeya, interrogó a los toledanos que vivían junto a tan singular Iglesia, recabando información acerca de la infinidad de leyendas levantadas sobre aquella edificación. Con todo en su poder, solo quedaba vaticinar cuando celebraban sus ceremonias en ella los descendientes de los templarios huidos del Arzobispo Tenorio.
Sus conjeturas lo llevaron a señalar el veintidós de Julio, onomástica de María Magdalena, en sus apuntes. Apostó por ello y no erró en sus vaticinios. Hospedado desde días antes a modo de distraído turista frente al Templo, montó vigilancia día y sobre todo noches a la espera de algún movimiento que confirmara sus suposiciones. Hasta que en la noche del veintiuno de julio descubrió a un grupo de abandonados señores apostados a las puertas de la iglesia con aspecto de indigentes. ¿Qué harían allí sentados en torno a una improvisada mesa repleta de licores? Pronto halló la respuesta a su pregunta. Al grupo de seis, se unieron en la mañana del veintidós otros cuatro hombres con el mismo aspecto y cargados de unos pequeños sacos de tela color burdeos, y dos más se unieron a última hora de la tarde. La calle permanecía desierta, pese a la época del año y el silencio en aquella zona de ciudad era casi sepulcral. Quizás los lejanos ladridos de algunos perros o el tañido desangelado de unas campanas, fueran el único sonido ambiente. Acto seguido, mientras el resto grupo permanecía expectante, dos de los hombres se acercaron sigilosamente a la puerta la Iglesia.
El escozor de sus ojos, ante aquella intensa vigilancia, estaba a punto de traicionarlo, pero pronto la recompensa de descubrir a esos hombres adentrándose en el templo alivió su cansancio…”