martes, 24 de noviembre de 2009

"La Cuna del Maestrazgo"






CAPITULO Nº 1 (continúa en comentarios)

"En el amanecer de aquél día, veinticuatro de Noviembre, la paz del retiro en el convento de las Pasionistas se fue esfumando y diluyendo poco a poco por la llamada a Maitines. Las muchachas del internado, empujadas por el resorte que suponía los nudillos de la hermana Milagros aporreando las puertas de cada una de las habitaciones, tomaban conciencia de que comenzaba una nueva jornada marcada por la severidad de las normas impuestas por la Madre Abadesa en el internado. Cuya intención no era otra que educarlas y convertirlas en damas ejemplares para la sociedad, que el día de mañana continuasen defendiendo las heráldicas y negocios de sus ricas y afamadas familias.

Llegar tarde al primero de los rezos, suponía verse encerrada en una de las celdas de las hermanas durante el poco tiempo de ocio del que disfrutaran al cabo de todo el día. Todas habían sufrido alguna vez aquél castigo, que por otra parte era el considerado como el más benévolo de los que imponía la Madre Abadesa.

- Vamos, vamos, Inés, que llegamos tarde.-indicó su compañera.-
- ¡Señorita, Tuffot! ¡Preocúpese de usted y deje que su compañera sea responsable de sus propios actos! –le recriminó la hermana Milagros.-
- Ve, María, ve tú, ya estoy terminando.-le indico, Inés, terminando de anudar sus zapatos.-
- ¡Señorita, Aranzo! ¡Dese prisa, vamos, vamos!- ordenó de nuevo la monja a Inés.-

Inés Aranzo y María Tuffot, compartían habitación desde hacía ya dos años en aquél internado en el que entraron cuando cumplieron los once. Ambas de buenas familias, alternaban sus excelentes expedientes académicos con la autoría de la mayoría de travesuras que se realizaban en el interior del convento.

La primera de ellas, hija del Conde de Aranzo, era de aspecto delicado e incluso algo enfermizo, no demasiado alta para las chicas de su edad y de cabello rubio bien recogido con dos coletas. María Tuffot, que procedía de una familia catalana de gran capital que habitualmente contribuía generosamente con la Comunidad de las Pasionistas, por lo contrario, era alta, con media melena castaña y unos ojos verdes deslumbrantes. La simbiosis de sus comportamientos había creado demasiados quebraderos de cabeza a sus tutoras, que aconsejaban una y otra vez a la Madre Abadesa que las separara de habitación, pero ésta en cambio se empecinaba en conseguir aplacar sus comportamientos sin necesidad de llegar a cambiarlas de cuarto, sino más bien con disciplina y mano dura que era como se forjaba a una verdadera dama…”

lunes, 2 de noviembre de 2009

DOS DE NOVIEMBRE


"El bullicio intermitente se entremezclaba con el contaminante tránsito de los coches que cruzaban por la avenida, mientras la hojarasca propia de esos días otoñales revoloteaba cubriendo los pequeños espacios de silencio que envolvían a la ciudad. En esa mañana tan fría y desapacible, la descubrí sentada en el solitario banco de pintura verde descascarillada que había apostado frente a la estación. Su aspecto juvenil y de apariencia jovial contrastaba con la tristeza que sus ojos reflejaban al mirar fijamente hacia un grupo de palomas que picoteaban apaciblemente en el suelo a su alrededor.

La contemplé durante un largo periodo de tiempo hojeando un libro sin que aparentemente despertara su atención mi presencia en un banco cercano. Su cabello largo y dorado flotaba en el aire frío y persistente que tersaba su semblante con palidez, su ropa, anclada en la moda rebelde de los años setenta con pantalones vaqueros acampanados y camisa floreada disimulaban su extremada delgadez conjugando con elegancia unos rasgos de incipiente mujer que comienza a despertar el interés en los hombres que inexplicablemente no la miraban al pasar junto a ella.

Transcurridos unos minutos más, el espectacular circo que decoraba aquella plaza al final de la avenida pareció detenerse en el tiempo y todo el bullicio de transeúntes y vehículos se esfumó como por arte de magia. Sólo parecíamos quedar la muchacha, las palomas y yo. Absorto en aquél mágico momento me acerqué hasta ella con la curiosidad propia de saber si le ocurría algo, ya que durante todo ese tiempo de espera consiguió transmitirme esa tristeza desde su fija y tierna mirada, rompiendo el sosiego y la tranquilidad que aquella mañana me había empujado a pasear por las calles en busca de releer apaciblemente uno de esos libros por los que jamás pasa el tiempo.

Al acercarme, levantó su cabeza y me miró fijamente sin mediar palabra alguna. En sus ojos no hallé ese brillo característico que puebla las miradas de los adolescentes. Era una mirada perdida y vacía que parecía mirarte sin ningún motivo aparente. Simplemente había llamado su atención como lo hicieron las palomas minutos antes o como lo hubiese hecho cualquier otra persona, animal o cosa que pasara cerca de ella. La idea de que hubiese abandonado su casa y de que estuviera desprotegida y pérdida asaltó mi pensamiento incrementando la firme idea de prestarle mi ayuda o comprensión.

Al preguntarle si se encontraba bien, la chica respondió con un gesto de sorpresa que me confundió plenamente. Una ligera sonrisa se dibujó en su cara y sin contestarme me hizo sitio en el banco para que me sentara junto a ella sin que las palomas se inmutasen al aproximarme. Alargó su mano, fría como el témpano y me arrebató delicadamente el libro que apoyaba sobre mis piernas hasta que por fin se decidió a hablar.

Sus palabras, música suave que despertara ese gris plomizo del cielo, me transmitieron serenidad al tiempo que me preguntaba sobre aquél viejo libro de “rimas y leyendas” de Bécquer que cada primero de noviembre arrancaba gustoso de mi biblioteca personal para perderme en sus letras. Me preguntó sobre mis gustos literarios y mis personajes de ficción preferidos sin que me chocase en absoluto que una joven como ella conociera tanto y de manera tan sutil todo lo referente al mundo de los libros. Me olvidé de mi pretensión de ayudarla y de que realmente se pudiera encontrar en ningún tipo de situación extraña. Durante horas charlamos sobre mi afición a la escritura, sin que importase nada más que aquél momento que el amparo de sus palabras de aliento para que yo continuase con dicho menester, hasta que el sol se fue poniendo y de manera asombrosa la ciudad comenzó a retomar su pulso. Fue entonces cuando me dijo que debía volver a casa. Le pregunté si podía volver a verla, sin que cupiese en ella otra idea de que mi intención era la de volver a conversar sobre las obras de Lorca, Machado, Alberti o el propio Gustavo Adolfo Bécquer, y me contestó que posiblemente sí ya que ella de vez en cuando visitaba aquella plaza que había marcado para siempre su vida.

Ni tan siquiera fui capaz de preguntarle el porqué ni los motivos. La vi marcharse con paso diligente sin que nadie reparara en ella y fue entonces cuando sin saber muy bien los motivos me dispuse a seguirla para conocer de donde procedía y a donde se dirigía. Fue entonces cuando pude desvelar el porque los hombres no deparaban en ella, porque las palomas no se inmutaban, porque esa falta de luz en sus ojos y porque esa frialdad en sus manos. Mi nueva amiga, de la que no conocía ni su nombre, se perdió tras el cancel del camposanto que existía a dos manzanas dejándome completamente desconcertado. Desde entonces he vuelto regularmente a esa plaza en su busca y no la he encontrado. Tal vez hoy, de nuevo dos de noviembre, consiga encontrarme con ella…”